jueves, 21 de abril de 2011

LA ULTIMA CENA

Habían cenado juntos muchas otras veces, pero él sabía que ésta sería la última.

Preparó los víveres, aderezó la estancia y se dispuso a compartir ese momento especial alrededor de una mesa que ya no era tal.

Los olores que despedían los platos no recordaban a los suculentos manjares que se habían servido otras veces, pero no era momento de ponerse exquisito con la comida.

Se cogieron de la mano y levantó la primera cucharada… Dando gracias la pasó diciendo: tomad y comed todos de él, pues este es mi cuerpo. Cuerpo que suda, que tiembla, que llora… cuerpo que es sólo un reflejo de lo que algún día fui… cuerpo que goza y que sufre… cuerpo que hoy entrego.

Un nudo se apoderó de su garganta a medida que pronunciaba estas palabras. La angustia le recorría de punta a punta, pero sabía que debía guardar la compostura y seguir con el ritual. Siempre había sido muy litúrgico y ahora no iba a dejar de serlo.

Del mismo modo acabada la cena, tomó el cáliz, un cáliz lleno de agua, que es más pura que el vino… Dando gracias de nuevo la pasó diciendo: tomad y bebed todos de él, pues esta es mi sangre. Sangre que recorre mis arterias y mis venas… sangre que ya no es azul, ni roja, sino transparente… sangre que me da vida y que, al mismo tiempo, me la quita… sangre que será derramada por vosotros. Haced esto en memoria mía.

Algunos de los presentes entendían perfectamente lo que estaba diciendo, otros se miraban extrañados sin saber cómo actuar. Nunca antes había quedado nada sobre la mesa. En esta ocasión, parecían haber perdido el apetito. Y cuanto menos comía, más sed tenía. Sed de calma, de reposo, de descanso. Siempre había esperado este momento con temor, pero el mero hecho de estar presente le reconfortaba.

El cansancio y el agotamiento hicieron del sueño una necesidad inevitable. Se volvieron a coger de la mano, se despidieron con nostalgia y se dieron un beso en la frente… de esos que tanto le gustaban. No hubo traición alguna en este beso, sino que se convirtió en uno de los besos más puros, dulces e intensos que daría nunca. Era el beso del amor verdadero. Igual que yo os he amado, amaos también los unos a los otros, les dijo.

Se acostó y fue cerrando los ojos. Una última confesión entre susurros hizo que una lágrima le recorriera la mejilla. Siempre había querido decírselo y nunca había reunido el valor suficiente. Sin saber si era demasiado tarde, sabía que había llegado el momento. Una leve mueca que recordaba a una sonrisa parecía querer dar la aprobación a sus palabras. Él así lo entendió y así se fue. Y aunque todo era silencio sabía que no se iba solo. Un ángel le acompañaría para siempre… cuidándolo, sintiéndolo, amándolo…

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